Hace casi dos mil quinientos años Tucídides se acercó a las mayores brutalidades humanas y dejó el testimonio más honesto de nuestra miseria. En su Guerra del Peloponeso, el militar desterrado buscó contar con toda verdad los horrores de la guerra.
"En la política, brutal juego de poderes, no hay asomo de conciencia, ni intervención de la moral. Los fuertes hacen todo lo que pueden; los vencidos aceptan lo que tienen que aceptar. Bajo la guerra interna todo orden se subvierte, las palabras pierden piso, la comunicación se vuelve imposible. La inteligencia es un estorbo; la prudencia una equivocación. El único imperio es el de la fuerza desocupada por la razón y el escrúpulo. La guerra no es justa ni injusta: es producto de la fatalidad y la ceguera del hombre."
En estos días en que se acumulan imágenes y relatos de la desgracia haitiana, me han venido a la mente aquellas descripciones. Fotografías y crónicas de hoy se mezclan con aquella narración milenaria. Las crónicas y los cromos dan noticia de la pestilencia, ese afán por resguardar la nariz del asalto de olores insoportables. Lo cuerpos usados como almohada y cobijo; los cuerpos empleados como bultos, arrojados como piedras; los cuerpos convertidos en barricadas para gritar la desesperación.
Los cuerpos se acumulaban en las calles. Uno arriba de otro formando una masa infernal. En ocasiones, cuerpos medio muertos quedaban entrampados entre cadáveres. No podrá conocerse el número de decesos en la isla; no se identificarán tampoco los cadáveres entremezclados con tierra y piedra. Siendo tan abrumadora la catástrofe, los hombres—dice Tucídides--se volvieron totalmente indiferentes a las normas de religión o los dictados de la ley. En Haití también se vinieron abajo los muros de la cárcel. La libertad de los presos es más que simbólica. Todos los haitianos parecen libres de la ley pero esclavos del miedo, la necesidad y la rabia. La ley de los hombres es irrelevante cuando la muerte nos cerca, apuntaba Tucídides. La ley de los dioses parecía igualmente irrelevante al ver la idéntica desgracia de buenos y los malos. Cuando todos los muros se han desplomado, cuando no hay refugio, cuando toda la ciudad es intemperie, ¿puede hablarse de vandalismo? Bajo el imperio de la urgencia y la supremacía del peligro, el mando es imposible. Al presidente se le vio unas horas después del terremoto. También perdió su casa pero, sobre todo, perdió cualquier hilo de poder. ¿Sobrevive Haití?
Del blog de Jesús Silva Herzog Marquez. Leer artículo completo aquí