Nuestra ignorancia suele no saberlo, pero los poetas han sido y siguen siendo los legisladores ocultos de la humanidad. Se explica el por qué: emplean lenguaje cargado de sentido a su máxima capacidad; la casa del ser es el lenguaje; la casa del ser es la poesía.
Cuando los poetas se exilian en el silencio, cuando son abatidos por él, los tiempos que corren están profundamente trastornados. La estética del silencio aparece originada por dos situaciones: en el horror de la época, como surgió al conocerse el holocausto de los nazis, o cuando el encuentro con la divinidad, que enmudece al místico porque lo arroba, y entonces el lenguaje, aparato simbólico, ya no puede, ya no debe decir.
Cuando los poetas se exilian en el silencio, cuando son abatidos por él, los tiempos que corren están profundamente trastornados. La estética del silencio aparece originada por dos situaciones: en el horror de la época, como surgió al conocerse el holocausto de los nazis, o cuando el encuentro con la divinidad, que enmudece al místico porque lo arroba, y entonces el lenguaje, aparato simbólico, ya no puede, ya no debe decir.
Hölderlin se preguntó para qué poesía en tiempos de penurias. Javier Sicilia escribió hace tres días su último poema ante el despiadado asesinato de su joven hijo: “El mundo ya no es digno de la palabra/ nos la ahogaron adentro/ como te asfixiaron/ como te desgarraron a ti los pulmones/ y el dolor no se me aparta/ sólo queda un mundo./ Por el silencio de los justos/ sólo por tu silencio y por mi silencio, Juanelo/ el mundo ya no es digno de la palabra, es mi último poema,/ no puedo escribir más poesía… la poesía ya no existe en mí.”
El dolor de un padre es sagrado. El silencio de un poeta también. Pero la estremecedora afirmación repetida dos veces: “el mundo ya no es digno de la palabra”, nos atañe a todos. Lo mismo un ácido texto escrito por Sicilia en carta abierta a los políticos y a los criminales recién publicado por Proceso: “Estamos hasta la madre”. También su franca propuesta de un pacto con los cárteles del narcotráfico, un armisticio, apelando a la conclusión histórica de todas las guerras, con excepción de aquellas donde uno de los enemigos derrota incondicionalmente al otro. Asimismo su exhorto a que los criminales recuperen un código mafioso de conducta, absteniéndose de secuestrar, torturar y matar gente inocente. Son asuntos de interés general.
El pacto con el narco seguramente no va a ocurrir por varios escollos: desde los impedimentos formales (leyes, racionalidad estatal, principios democráticos), hasta la razón misma de la cuestión, sintetizada así por Mónica Serrano, experta en la relación entre narcotráfico y conflicto, según un cable reciente de AFP: “una fuente del lucro global de las drogas se encuentra en la política usada para combatirlas”. Los mecanismos de represión se convierten en dispositivos que aumentan la rentabilidad. Por ello creció el beneficio económico de los narcotraficantes desde 2007 al aumentar 68 % el precio minorista de la cocaína.
Este aumento de las ganancias debidas a la guerra contra el narcotráfico y entre el narcotráfico, en la cual las policías y el ejército son un bando más interviniendo en la pugna, ha vuelto tan complejo como incontrolable el fenómeno depredador. Las evidencias surgen una y otra vez, componen un cuerpo de demostración objetiva: el narcotráfico ha penetrado la estructura del poder económico, de la representación política y de ciertas formas culturales, pues su capacidad monetaria en efectivo, la inagotable cantidad de recursos líquidos que requiere mover a través del sistema financiero, equivalentes a varias décimas del producto interno nacional, además de su avasallante política de plata o plomo, su semiótica del miedo indiscriminado, su culto a la muerte violenta, su materialismo sangriento e inmediato, todo ello es un reverso que corresponde al anverso, un segundo estado de mano izquierda aparentemente ignorado por la mano derecha del estado formal. Es decir, parte de lo mismo.
Los buenos, finísimas personas, están de acuerdo con los malos: sus bancos, sus empresas, sus aviones, su tecnología, sus campañas de represión, sus instituciones de combate y castigo. Comparten el culto al dios dinero. La única solución, si la hay, es la legalización de las drogas, pero los mismos estados nacionales están contra ella porque afecta sus intereses inconfesos. Por lo demás, el narcotráfico y el crimen organizado son un fenómeno patológico de este fin de época, un efecto depredante y perverso del capitalismo agónico, no una causa sino una excrecencia mayor de este sistema mundo que parece haber comenzado o una catástrofe o una transformación.
Más que nunca, entonces, requerimos la palabra. Tal vez no la de un poeta, su silencio es intocable, pero sí la de toda la gente decente e indignada, esa mayoría que aún no se ha decidido a actuar de un modo más determinado, más colectivo, más radical ante el horror que nos acecha y ataca. Determinado, colectivo, radical: palabras, pero su mero enunciado es una perspectiva, una posibilidad.
Javier Sicilia será consolado por su fe. No por ser un hombre justo, que lo es como muy pocos, tendrá aplacamiento bálsamo en su precariedad humana, sino porque el dolor interminable, el que rompe el corazón, se convierte en profundo y como si fuera una escuela del alma. El dolor y el espanto nos rodean pero no deben vencernos. No es inútil ser nietzscheanos en esta hora oscura, terminal: “Lo que no nos aniquila nos vuelve más fuertes”, y más valientes y más compasivos, porque el mal, así arrebate injustamente vidas en flor como lo ha hecho, así sea sirviente nihilista de la muerte y el sufrimiento, siempre es banal ante lo sagrado humano: la palabra, el amor, la solidaridad, el cuerpo espiritual de una sociedad que ante lo atroz debe organizarse.
El dolor de un padre es sagrado. El silencio de un poeta también. Pero la estremecedora afirmación repetida dos veces: “el mundo ya no es digno de la palabra”, nos atañe a todos. Lo mismo un ácido texto escrito por Sicilia en carta abierta a los políticos y a los criminales recién publicado por Proceso: “Estamos hasta la madre”. También su franca propuesta de un pacto con los cárteles del narcotráfico, un armisticio, apelando a la conclusión histórica de todas las guerras, con excepción de aquellas donde uno de los enemigos derrota incondicionalmente al otro. Asimismo su exhorto a que los criminales recuperen un código mafioso de conducta, absteniéndose de secuestrar, torturar y matar gente inocente. Son asuntos de interés general.
El pacto con el narco seguramente no va a ocurrir por varios escollos: desde los impedimentos formales (leyes, racionalidad estatal, principios democráticos), hasta la razón misma de la cuestión, sintetizada así por Mónica Serrano, experta en la relación entre narcotráfico y conflicto, según un cable reciente de AFP: “una fuente del lucro global de las drogas se encuentra en la política usada para combatirlas”. Los mecanismos de represión se convierten en dispositivos que aumentan la rentabilidad. Por ello creció el beneficio económico de los narcotraficantes desde 2007 al aumentar 68 % el precio minorista de la cocaína.
Este aumento de las ganancias debidas a la guerra contra el narcotráfico y entre el narcotráfico, en la cual las policías y el ejército son un bando más interviniendo en la pugna, ha vuelto tan complejo como incontrolable el fenómeno depredador. Las evidencias surgen una y otra vez, componen un cuerpo de demostración objetiva: el narcotráfico ha penetrado la estructura del poder económico, de la representación política y de ciertas formas culturales, pues su capacidad monetaria en efectivo, la inagotable cantidad de recursos líquidos que requiere mover a través del sistema financiero, equivalentes a varias décimas del producto interno nacional, además de su avasallante política de plata o plomo, su semiótica del miedo indiscriminado, su culto a la muerte violenta, su materialismo sangriento e inmediato, todo ello es un reverso que corresponde al anverso, un segundo estado de mano izquierda aparentemente ignorado por la mano derecha del estado formal. Es decir, parte de lo mismo.
Los buenos, finísimas personas, están de acuerdo con los malos: sus bancos, sus empresas, sus aviones, su tecnología, sus campañas de represión, sus instituciones de combate y castigo. Comparten el culto al dios dinero. La única solución, si la hay, es la legalización de las drogas, pero los mismos estados nacionales están contra ella porque afecta sus intereses inconfesos. Por lo demás, el narcotráfico y el crimen organizado son un fenómeno patológico de este fin de época, un efecto depredante y perverso del capitalismo agónico, no una causa sino una excrecencia mayor de este sistema mundo que parece haber comenzado o una catástrofe o una transformación.
Más que nunca, entonces, requerimos la palabra. Tal vez no la de un poeta, su silencio es intocable, pero sí la de toda la gente decente e indignada, esa mayoría que aún no se ha decidido a actuar de un modo más determinado, más colectivo, más radical ante el horror que nos acecha y ataca. Determinado, colectivo, radical: palabras, pero su mero enunciado es una perspectiva, una posibilidad.
Javier Sicilia será consolado por su fe. No por ser un hombre justo, que lo es como muy pocos, tendrá aplacamiento bálsamo en su precariedad humana, sino porque el dolor interminable, el que rompe el corazón, se convierte en profundo y como si fuera una escuela del alma. El dolor y el espanto nos rodean pero no deben vencernos. No es inútil ser nietzscheanos en esta hora oscura, terminal: “Lo que no nos aniquila nos vuelve más fuertes”, y más valientes y más compasivos, porque el mal, así arrebate injustamente vidas en flor como lo ha hecho, así sea sirviente nihilista de la muerte y el sufrimiento, siempre es banal ante lo sagrado humano: la palabra, el amor, la solidaridad, el cuerpo espiritual de una sociedad que ante lo atroz debe organizarse.
Tomado del blog de Fernando Solana, dedicado a Javier Sicilia en su entrada del viernes 8 de abril. Como casi siempre, el maestro me deja entumecida e inquieta a la vez.