Celia II

Joumana Haddad pretende derribar la imagen de la mujer árabe sumisa y tradicional que circula mayoritariamente en occidente y demostrar que el feminismo tiene sentido en Oriente Medio. La autora defiende que el modelo Sherezade difícilmente conseguirá subvertir el orden injusto que somete a la mujer (árabe o no) y adopta un discurso diferente, más radical, en el que mata a Sherezade y apuesta por Lilith, primera mujer creada del mismo barro que su compañero Adán y que abandonó el paraíso por voluntad propia, muestra de su carácter rebelde e inconformista.

Un ensayo provocativo e inteligente, publicado en España por Debate, que tiende puentes de comunicación entre las mujeres de oriente y occidente y que ha sido recomendado por escritores como Vargas Llosa (“Nos abre los ojos, acaba con nuestros prejuicios y además en entretenidísimo”, dijo el peruano) y Roberto Saviano (“Una escritora de verdad. Pertenece a esa extraña casta de intelectuales que no se deja intimidar”). A continuación les ofrecemos uno de sus pasajes más interesantes en el que la autora entra en contacto por primera vez con El marqués de Sade, cuando apenas tenía 12 años:


Celia II

Duele y avergüenza el punto al que llegamos. No estamos al borde del abismo. Caímos en él y parece insondable: no se ve el fondo.

Hace un par de años nos irritó ser calificados con la estúpida categoría de Estado fallido, al lado del Congo y Pakistán. Pero el hecho es que el país se cae a pedazos y entramos a un callejón sin salida. Necesitamos detener la mirada en el desastre, examinarlo cuidadosamente. No hace falta buscar mucho. Si mantenemos los ojos abiertos, no importa en qué dirección veamos. Duele y avergüenza el punto al que llegamos. No estamos al borde del abismo. Caímos en él y parece insondable: no se ve el fondo.

La quinta parte de los mexicanos ha tenido que abandonar el país. La nuestra es una de las más grandes migraciones de la historia. Cientos de miles siguen tratando de cruzar esa puerta de escape, aunque se encuentre cada vez más cerrada. ¿Cómo no ver lo que esto significa?

Crímenes de barbarie extrema, secuestros, asaltos, violaciones… una violencia cada vez más general y aleatoria, que incluye la esfera doméstica y, como siempre, se ensaña con las mujeres; se extiende por todo el país. ¿Cómo negarla?

¿Cómo dejar de ver la miseria que cunde y que ingresos, activos y expectativas están en entredicho? ¿O la magnitud e intensidad de la destrucción natural que ha causado ya daños irreversibles en muchas partes? ¿O el desmantelamiento sistemático del estado de derecho? ¿O el deterioro acelerado de toda capacidad de gobierno, reducida ya al uso de la policía y el ejército?

Sin masoquismo alguno, cultivemos el dolor que todo esto provoca. No lo matemos. Usamos la palabra estética para aludir a la belleza y el arte. Pero es útil recordar el origen de la palabra: significa percibir y alude a la intensidad de las percepciones de los sentidos… De ahí anestesia: insensibilidad al dolor inducida artificialmente, falta de sensación, o el neologismo tranquilizante. Estar intranquilo no es enfermedad o anomalía: es una inquietud que nos pone en alerta cuando algo anda mal y debemos hacer algo. Tranquilizarnos artificialmente no es revelarnos que se trataba de una falsa inquietud, sino negar la percepción para mantenernos quietos, sosegados. Eso se quiere hacer hoy: anestesiarnos, paralizarnos, evitar la acción inducida por la conciencia que nos da el dolor.

En las culturas tradicionales el dolor se interpreta como un reto que exige una respuesta y el sufrimiento aparece como parte inevitable de un enfrentamiento consciente con la realidad. En la sociedad moderna, en cambio, se nos enseña a interpretar el dolor como un indicador de que necesitamos comodidades y mimos que nos proporcionarán los médicos, para quienes el dolor es un problema técnico. Se trata de matar el dolor, de mantenernos anestesiados. Decía Iván Illich, hace años, que el uso creciente de dispositivos para matar el dolor nos convierte en espectadores insensibles de nuestra propia decadencia.

Eso es lo que experimentamos hoy. Ante el desastre cuyas evidencias cotidianas se multiplican aumenta el consumo de tranquilizantes químicos o discursivos. Unos políticos tratan de negar la evidencia y ocultarla tras nubes estadísticas y retóricas. Otros usan el cachondeo apocalíptico para llevar agua a su molino ideológico: bastará hacerles caso y usar las aspirinas que prescriben para que el cáncer desaparezca. Las elecciones logran ya que hasta los más inteligentes y enterados de nosotros desvíen su atención de lo que importa para entretenerse y entretenernos con el circo de tres pistas que se anuncia ya por todas partes. Esconden bajo la alfombra cuanto nos causa dolor y vergüenza, para que en vez de la acción que realizaríamos si los sentimos a plenitud nos refugiemos en un juego de ilusiones que condena a la parálisis.

Estamos ante una grave emergencia nacional que exige acciones colectivas inmediatas, urgentes. No podemos esperar. La idea de que bastará la decisión electoral para enfrentarla significa concretamente que hasta entonces debemos quedarnos quietos, paralizados, meros espectadores del espectáculo que representarán para nosotros los candidatos.

Las clases políticas no se atreverán a declarar la emergencia nacional, pues podría mostrar su inutilidad y complicidad. No supieron preverla, han contribuido a crearla y no saben cómo enfrentarla. Necesitamos plantearnos con seriedad las formas y maneras de declararla nosotros mismos y de concertar la acción consiguiente. No caigamos en la trampa de pensar que el mero recambio modificará el estado de cosas ni exijamos un consenso previo sobre la elección misma, sobre la conveniencia de votar o no votar, sobre los méritos de algún candidato. En vez de ponernos a la expectativa, es cosa de abrir los ojos y actuar responsablemente ante el horror que la mirada nos revela.

Gustavo Esteva en La Jornada 26/12/2011

Celia II
  • Eduardo Rabasa - Milenio 011-12-11•Cultura

    Ayer me acordé de ti porque escribí un articulillo que salió en “Milenio”, que tiene que ver (un poco, creo yo), con los temas de tu blog. Básicamente, la idea es que es imposible cambiar un sistema si no cambian antes las mentes de los que le dan forma, pero no en el sentido de una élite malvada gobernante que manipula a los pobres ciudadanos, sino que son los patrones mentales colectivos los que a fin de cuentas desembocan en un estado de cosas determinado. Orwell contaba que escribió “Animal Farm” un día que se dio cuenta de que un caballo era más fuerte y poderoso que un humano, y que si sólo lo supiera podría fácilmente escaparse y aplastarlo, pero que como no tiene conciencia de eso vive irremediablemente sometido. En ese sentido, si un blog como el tuyo llega a miles de personas y los hace pensar, reflexionar, etc., por supuesto que tiene un impacto.


    A mí lo que me preocupa con los temas del narco es que a menudo se les da un tratamiento maniqueo, en donde los “malos” son tanto los narcos violentos como el gobierno estúpido, pero es como si los ciudadanos no tuvieran nada que ver con el tema y me parece que eso es lo que es falso. En primer lugar, porque la violencia tiene una relación directa con la desigualdad y la pobreza, y en eso por supuesto que participamos todos los que buscamos un estilo de vida acomodado sin tener en cuenta que eso excluye a los demás. En segundo, porque a fin de cuentas las drogas las consume la gente, y si no nos gustara tanto drogarnos (es decir, si no hubiera una demanda tan cabrona), pues simplemente no habría negocio. Los narcos no obligan a nadie a drogarse, simplemente satisfacen una necesidad y un impulso que por más campañas y campañas que haya jamás va a desaparecer. Claro que la sociedad es víctima de la violencia, pero lo que yo creo que a menudo falta en los análisis del tema es decir que TAMBIÉN, y no de una forma menor, es cómplice de lo que sucede.

Thom Yorke en Occupy London.
Thom Yorke en Occupy London. Foto: Especial

Para Izara

Si una revolución destruye un gobierno sistemático, pero los patrones sistemáticos de pensamiento que produjeron ese gobierno permanecen intactos, entonces esos patrones se repetirán en el gobierno subsecuente”. En pocas palabras, Robert M. Pirsig sintetizó el que quizá sea el mayor obstáculo para transformar la realidad: la falta de imaginación. En la actualidad, la minoría que se aferra a su estilo de vida material y frívolo, fundamentado en la gratificación instantánea a toda costa, unida por una luminosa cursilería comunicada mediante sus deslumbrantes juguetes tecnológicos, cuenta con una gran arma para reclutar nuevos adherentes a su bando: su propuesta es mucho más seductora y cool que la incierta alternativa de quedarse fuera de la orgía de autoindulgencia.

De ahí la importancia enorme de un pequeño acto simbólico ocurrido hace unos días. Thom Yorke de Radiohead y 3D de Massive Attack aparecieron por sorpresa en la sede del movimiento Occupy London para hacer de DJs en su fiesta navideña. Lejos de las celebridades que apoyan causas humanitarias como mera autopromoción para justificar sus lujosos excesos, los músicos simplemente querían dar las gracias a una causa con la que simpatizan. Su gesto revela lo que podría ser un principio esencial de toda manifestación de protesta: hay que arrebatar el monopolio de la diversión a los maniquíes huecos que defienden el status quo. Con su poesía musical que es en buena medida un lamento de y por los desposeídos, Yorke es una amalgama de sensibilidad artística con una aguda inteligencia. Su voz y su música son una hermosa queja ante el endurecimiento del alma colectiva. Radiohead es como una astilla encajada en un sistema que cada vez excluye a más gente del voraz círculo de “yuppies networking”, empeñados en acolchonar sus burbujas para poder vivir como si no existiera un mundo distinto a su alrededor. Poniendo a bailar a la concurrencia, Yorke y 3D demostraron la otra noche que no es necesario ser imbécil para poder pasarla bien.

Celia II

Héctor Aguilar Camín reflexiona en un par de artículos sobre la forma de la nueva opinión pública. Ayer registraba en Milenio el nacimiento de un nuevo animal. Lo describe "atento, proteico, divertido, enfurruñado e inteligentísimo."

Es el fruto más acabado de nuestra democracia. Y es horizontal. Impone sus temas efervescentes y compensa su mal humor, su frecuente mala leche, con una diversidad a toda prueba y una libertad que no tiene entre nosotros más antecedente que la diatriba del diario íntimo, destinado antes a la posteridad, hoy al momento.

Nuestra intimidad es pública, nuestra molestia se siente con derecho a molestar, el corazón de cada quien aspira a ser la plaza pública de todos.

Hoy continúa con la descripción de la bestia, una forma nueva y a la vez antigua de Masa.

La democratización horizontal del habla pública ... es La Masa por otras vías, La Masa individualizada, con micrófonos propios y tribunas que cada quien se otorga y comparte con quien quiere: los medios masivos por medios personales. No es una novedad menor. Se dirá que el tumulto se anula con el escándalo, la arbitrariedad y la diversidad de su propio torrente. Cierto, pero también se ordena y se impone con la espiral de sus modas, temas y tendencias favoritas.

Hay algo, sin embargo, en lo que esta novísima ágora, esta nueva forma de la masa, a la vez ubicua y elegible, es idéntica a las masas de todos los tiempos. En ella vive también el espíritu de Fuenteovejuna, el espíritu de la impunidad anónima, vengadora y arbitraria, que lincha en grupo, que actúa sus peores pasiones en el manto protector de la masa. Las redes sociales rebozan fuenteovejunos. Libertarios innegociables que no se atreven a dar su nombre. Radicales anónimos. Justicieros que lanzan el tuit y esconden su compu. Paleros disfrazados de ciudadanos. Pandilleros disfrazados de indignados. Linchadores vestidos de pueblo justo. Son los instantáneos dinosaurios del internet, los falsos modernos que tienen instrumentos nuevos, pero hábitos públicos viejos. Y cursilería de todos los tiempos.
Celia II
El lenguaje es la casa del ser, dijo el último chamán intelectual de nuestros tiempos. El lenguaje es pensamiento, habla y escritura. La escritura está en los libros. La casa del ser entonces es la lectura. Y los políticos mexicanos no leen: está jodida la casa de su ser. Lo que sorprende ante el analfabetismo funcional de Cordero y Peña Nieto ---y de la clase política en pleno si le preguntan, con las contadas excepciones de siempre--- resulta la sorpresa que causa su flagrante ignorancia.

Sorpresa sería si hubieran leído y recordaran títulos y autores de cinco libros. El último candidato presidencial que mencionó estar leyendo literatura de verdad fue López Portillo al ser abordado por Jacobo Zabludowsky en su tumultuoso destape. “El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell”, contestó al reportero, quien le preguntaba eso no en una feria del libro sino en un acto político. Sorpresa: leía Justine, Balthazar, Montoulive y Clea. No le sirvió de mucho, es verdad, pues su gobierno fue desastroso, pero leía.

Los dos candidatos iletrados están, como dirían los esotéricos, “canalizados”: o sea diseñados y construidos para un mercado electoral donde la lectura y/o la improvisación intelectual son desconocidas. Así como las amables señoritas japonesas que reciben al público en las grandes tiendas de Tokio se desprograman al preguntárseles algo compuesto de dos frases complejas, así estos representantes robóticos y artificiales de grupos e intereses se enredan y tropiezan al hablar fuera del guión ensayado ante asesores y espejos.

A quien sí le interesaba la lectura era a Hugo de San Víctor, un autor de 1128 que escribió el Didascalicon, y al cual Ivan Illich dedica un hermoso y profundo libro analítico, En el viñedo del texto (FCE, 2002). En su introducción a lo que él mismo define como la conmemoración del nacimiento de la lectura hace más de ochocientos años, Illich afirma que el libro ha dejado de ser la metáfora raíz de la época y ha sido reemplazado por la pantalla.

No es una elegía la que el autor propone sino una definición: la lectura libresca fue un fenómeno de época, una especial interacción con la página escrita, un modo entre muchos, una vocación particular. Sobrevivirá coexistiendo con otras formas de la lectura (muchas de ellas muy dudosas: analfabetismo informático), pero lo que contiene, lo que produce en el lector y lo que le exige, según Hugo de San Víctor, la distingue drásticamente de otras formas de codificación que hoy se denominan “mensajes”.

La lectura, en esta perspectiva, es un camino hacia la sabiduría, y ésta es la primera “de todas las cosas que se han de buscar”, dice el autor medieval, que entiende a Dios como tal, como sabiduría. La lectura posee cualidades curativas porque el ser se perfecciona y sana al ir leyendo. Lo siguiente puede desanimar a cualquiera, o al revés, pero en su ascética de la lectura (ascética: un término hoy negativizado por el principio del placer) Hugo define la disciplina indispensable para ser lector.

La humildad es su principio y a través de ella el lector aprenderá tres lecciones “especialmente importantes”: no despreciar ningún conocimiento; no avergonzarse de aprender de cualquiera; al conocer, no mirar a nadie con menosprecio. “Para la disciplina es especialmente importante saber prescindir de las cosas superfluas. Como dice el dicho, una barriga prominente no puede parir una inteligencia fina”, escribe.

El lector es alguien que se hace a sí mismo en un exilio interior donde concentra su atención y sus deseos buscando sabiduría ---algo del todo distinto a la mera acumulación de conocimientos---, la cual al alcanzarse se convierte, escribe Illich, en el hogar anhelado. La neurofisiología ha confirmado que la lectura produce un yo vertical, un estado de concentración atenta que puede entenderse como una iluminación mental. La literatura, por su parte, habla del despertar de la psicología de la mutabilidad cuando se lee, del afloramiento de una conciencia de participación. La filosofía trata del lenguaje como refugio del ser. Y Hugo afirma que la lectura es un compromiso que encenderá y hará brillar el yo del lector.

Sin embargo los nazis leyeron y fueron atroces; los políticos no leen y a su modo también lo son. Ilustrarse, cultivarse, conocer, sentir o imaginar no garantiza hacerse mejor persona. Pero su omisión sin duda conduce al atroz y permanente encierro del idiota en lo particular. La condición curativa e interior de la lectura tiene que ver con un sueño cultural que Ivan Illich comparte con George Steiner: fuera del sistema educativo, “que ha asumido funciones completamente diferentes”, establecer casas de lectura que, al modo del shul judío, la medersa islámica o el monasterio cristiano, provean el espacio, la guía, el silencio, la complicidad y el compañerismo para leer en forma recogida y atenta. Leer, según Hugo, es “ordenar”, interiorizar en la psique y en el sentimiento la armonía cósmica y simbólica de la creación.

Hay más en la lectura: la función de enlazar a un ser humano con otro, la capacidad para levantar un palacio interior de la memoria con grandes patios y estancias, la facultad de pertenecer a los demás, el asombro ante lo existente, el reencantamiento del mundo. Arthur Rimbaud dijo que los débiles que se pusieran a pensar en la primera letra del alfabeto caerían rápidamente en la locura. Peor cuando se sabe que la única lectura que existe es la relectura. Letal pregunta: ¿y cuál ha sido su última relectura?

Fernando Solana Olivares.
Celia II
Acentos - Milenio Diario - Diciembre 9, 2011.

Se ha lanzado usted, aprovechando la ventaja estratégica que le da su posición como jefe de Estado, a una campaña intensiva para desprestigiar a quienes, haciendo uso de nuestro derecho, por amor a México, por nuestros hijos, con nuestros hijos, criticamos su estrategia de combate al narco.

Nos ha tachado de calumniadores. Ha sugerido que somos faltos de entendederas, que obedecemos a propósitos político-electorales inconfesables. Que nos mueven sólo el odio y el resentimiento. Le hace falta, señor Calderón, verse al espejo.

Todo su discurso parte de la tesis de que no hay otro camino para enfrentar al crimen y de que usted ha ido el único que ha tenido el coraje y la decisión de seguirlo.

Se presenta usted ahora diciéndose víctima de las injurias de un pequeño grupo, como el “salvador de la patria”, el cruzado dispuesto, por el bien de la nación, a enfrentarse al sacrificio, al juicio de la historia. Pero usted, señor Calderón, no pone la sangre; los muertos son otros, son de otros.

Gastando miles de millones de pesos del erario, aprovechándose de la reverencia atávica de los medios frente al poder, ha logrado establecer, al menos entre seguidores, gente atenazada por el miedo e incautos, la falsa disyuntiva: o se está de acuerdo con su estrategia o se está contra México y con los criminales.

Lo cierto, señor Calderón, es que ha procedido, por decir lo menos, irresponsablemente.

Lo cierto, señor Calderón, es que, al incitar al linchamiento, ha puesto en peligro la vida de cientos, quizá miles de ciudadanos. Ya jugó a sembrar el encono y la discordia en 2006; ahora, literalmente, juega con fuego.

Lo cierto también es que ha promovido la acción de esos golpeadores que abundan en su gabinete y en su partido y ha puesto a los aparatos de inteligencia operativa en las redes sociales y a los mecanismos de guerra sucia propagandística a actuar con virulencia contra sus opositores.

No hablo, créame, por los firmantes de la petición a la CPI de La Haya para que lo procese por su responsabilidad, en tanto comandante en jefe y artífice de la estrategia de combate contra el narco, por los crímenes de guerra que aquí se han cometido.

Nosotros, los 23 mil, contra los cuales amenaza usted con proceder legalmente, estamos listos para hacerle frente. Ni somos calumniadores ni nos hacemos para atrás. En los tribunales, si usted quiere, nos veremos las caras.

Hablo, señor Calderón, de otros; de los mas valiosos y también los mas vulnerables; de los defensores de derechos humanos, de los activistas por la paz que en las regiones mas peligrosas del país, luchando todos los días, se ven atrapados entre dos fuegos.

Cada vez que usted sale en la televisión —y sale muchas veces— incitando al linchamiento de sus críticos pone una diana en el pecho de uno de estos luchadores sociales.

Cada vez que se atreve usted a sugerir —y también lo hace con mucha frecuencia— que quien se opone a la guerra está por la negociación con los criminales, o de plano trabaja para ellos, firma una sentencia de muerte.

Ya de por sí el crimen organizado anda tras ellos. Ya de por sí usted y su gobierno se han mostrado incapaces de ofrecer protección a quienes, como Nepomuceno Morales, se la solicitaron personalmente.

Sus acusaciones a críticos, defensores de derechos humanos, activistas por la paz, es tomado por funcionarios, soldados y policías agobiados por el combate, marcados por la pérdida de sus compañeros y la amenaza constante contra sus vidas y las de sus familiares como instrucción de hacerse a un lado o, peor aún, como una orden para desbrozar el camino.

Otro tanto sucede con esos a los que la justicia por propia mano les parece la única solución y andan buscando, como los criminales, dar lecciones, con muertes ejemplares, a sus enemigos.

Habla usted mucho de la guerra y la conoce poco. Dudo, que mas allá de su identificación propagandística con las víctimas, sepa usted lo que se siente estar bajo fuego, o lo que la tensión, el peligro y el miedo provocan en cualquier ser humano.

Yo he vivido de cerca el horror de la guerra. He visto también como la opinión de un líder, un juicio a la ligera de un comandante pueden costarle la vida a un ciudadano cualquiera.

He sido testigo de cómo la propaganda, los dogmas de fe del poder autoritario, hacen ver a quienes lo sirven, enemigos a granel y los mueven a considerar como necesaria y urgente la muerte de esos que se consideran un obstáculo.

Lo he visto a usted, señor Calderón, en cuarteles y desfiles; jamás con los soldados en el terreno, con esos que manda a matar y a morir. Tampoco lo he visto, fuera de sus zonas de confort, reunirse, siquiera, con las víctimas.

Desató usted la guerra. Una guerra en la que hay siempre mas muertos y heridos, y que antes que traer paz y seguridad —ahí están los hechos— ha exacerbado la violencia.

Deténgase, se lo exijo, guarde, al menos, frente a esta patria herida, respetuoso silencio.

No siga ya alimentando con sangre inocente, víctima de su retórica incendiaria, de su intolerancia frente a la crítica, de sus ambiciones políticas a la guerra que es, lo dice César Vallejo, un monstruo grande y pisa fuerte.

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Celia II

DÍA CON DÍAHéctor Aguilar Camín 2011-12-08 • AL FRENTE

Todo cuesta y cuesta caro en el universo de la opinión pública mexicana. Aquí, el que no cae resbala y el que no resbala es porque aprendió de la caída anterior.

El PRI ha perdido nada menos que a su presidente en una batalla opinatoria de pocos meses. Y el candidato del PRI ha mostrado lo fácil que es despeñarse por una pregunta inesperada.

Los adversarios que hacen cuentas alegres con estas caídas de sus adversarios tampoco salen bien librados. Acumulan sus propias pifias y los esperan adelante futuros y antiguos errores que la memoria social activará cuando haga falta.

La función apenas empieza.

Está en la naturaleza de la nueva opinión pública, en particular por su geométrica expansión en las redes sociales, desafiar y reducir famas políticas, llamar a cuentas, celebrar errores, improvisar burlas e improperios.

A mayor notoriedad del pifioso, mayor la tarifa de paso. No hay ya tal cosa como una celebridad sin chiflidos. La unanimidad y la etiqueta desaparecen en el rumor ácido y rápido, incesante, ubicuo, del animal que opina.

Atento, proteico, divertido, enfurruñado, inteligentísimo animal.

¿Nueva opinión pública mexicana? Es probable. Y si no nueva, al menos de una novedosa intensidad, compatible con la propagación malthusiana de sus instrumentos, no controlados por nadie, soberanías mediáticas de cada quién.

Se trata de un animal difícil de convencer o de engañar. Mira desde todas partes y es imposible satisfacerlo, porque pide cosas tan distintas como la misma sociedad donde vive: una diversidad sin llenadero.

Que lo digan si no los presidentes de México que reciben todos los días el baño ácido de agraviados, ironistas, adversarios y malquerientes. Y que lo digan las celebridades y los líderes, los antiguos conductores de pueblos y famas.

El animal que opina es más libre, diverso e impredecible que nunca. Más inteligente y más zafio a la vez, reticente con sus acuerdos y deslenguado con sus desacuerdos.

Es el fruto más acabado de nuestra democracia. Y es horizontal. Impone sus temas efervescentes y compensa su mal humor, su frecuente mala leche, con una diversidad a toda prueba y una libertad que no tiene entre nosotros más antecedente que la diatriba del diario íntimo, destinado antes a la posteridad, hoy al momento.

Nuestra intimidad es pública, nuestra molestia se siente con derecho a molestar, el corazón de cada quien aspira a ser la plaza pública de todos.

Celia II

Hoy no es 1º de diciembre de 2011. Hoy es 1º de diciembre de 2012 y Felipe Calderón se prepara para hacer entrega de la banda presidencial. Son las seis de la mañana y él despierta tras pasar su última noche en la residencia oficial de Los Pinos. Una vez concluida la ceremonia, volverá a su casa, reconvertido en ciudadano común. Tras seis años de calamidades y fatigas, por fin dejará de ser el blanco de todos los reclamos y todas las insidias. Para él, al menos, la pesadilla está a punto de concluir.

No así, en cambio, para el resto del país. México, cuya historia acumula un sinfín de turbulencias, no había experimentado un período más negro desde 1968. Y, si sólo nos concentramos en las muertes violentas -más de 50 mil-, esta etapa ha sido la más infausta desde la Revolución. Seis años marcados por la destrucción y la venganza, las disputas y la sangre. Seis años que han provocado una fractura social sin precedentes.

Cuando Calderón consiguió participar in extremis en su investidura debido al acoso de las huestes de López Obrador -un energúmeno que en nada se parece al amoroso líder de hoy-, México era un país azotado por una feroz crisis de legitimidad, pero cuyo ánimo aún no se precipitaba en un pesimismo exacerbado. El futuro ya no lucía tan esperanzador como en el 2000, pero aún se conservaba cierto aliento de renovación y progreso. A fines del 2012, nada queda de aquel entusiasmo democrático. En apenas seis años, México se derrumbó en un caos sin precedentes.

El antecedente es claro: durante más de 70 años, el PRI construyó en el país un estado de derecho imaginario. Leyes e instituciones que en el papel resultaban modélicas, pero que en la práctica eran instrumentos supeditados a su control. Todos los organismos del estado funcionaban así, pero el sistema de justicia era el epítome de esta lógica piramidal. La corrupción de policías y jueces no era una desviación, sino un elemento indispensable del modelo.

La tragedia de Calderón es que, al emprender la "guerra contra el narco", no hizo sino exacerbar los vicios heredados del priismo que en teoría buscaba combatir. Ésta es la mayor debilidad de su estrategia: los narcos no eran el problema, sino un síntoma. Al empeñarse en combatirlos frontalmente, con herramientas torcidas, atomizó el campo de batalla, pulverizó el tejido social, acentuó las lacras del sistema -en especial la violación de derechos humanos, como demuestra el reciente informe de Human Rights Watch- y expuso al ejército a una desgradación irreparable.

Para justificarse, el Presidente no se ha cansado de afirmar que no podía hacer otra cosa. Que necesitaba combatir a los criminales sin detenerse a limpiar previamente el aparato judicial. Que él no iba a transigir con los delincuentes como el PRI. Por desgracia, el gobierno es el arte de lo posible, y ofrecer soluciones imposibles a problemas mal enfocados porque es moralmente correcto -más bien: ideológicamenteconveniente- no sólo constituye un acto de temeridad, sino el mayor yerro que puede cometer un político.

Pero, una vez que haya retornado a la vida civil, no debemos convertir a Calderón en nuestro chivo expiatorio. Todos los actores políticos comparten su culpa: el PRI, por incubar décadas de desigualdad y crimen, y por frenar cualquier intento de reforma; la izquierda, por concentrarse en su rencor y resquebrajar nuestra precaria vida institucional; y el PAN por avalar una estrategia que precipitó al país en esta sobrecogedora exposición a la violencia.

El saldo de estos seis años no puede ser más desalentador, mas negativo. Sin duda hay aspectos rescatables -la solidez macroeconómica, el seguro popular, la infraestructura carretera-, pero esta época no será recordada por estos avances, sino por una suma de cadáveres que alcanza las proporciones de una guerra civil.

Y es justo al hacer este inventario antes de liquidar al gobierno de Calderón cuando debemos darnos cuenta de la paradoja del momento. El PRI que se apresta a beneficiarse del descrédito del PAN es el mismo que construyó y avaló un sistema de justicia basado en el tráfico de influencias, las amenazas y los chantajes a los jueces y el contubernio de los policías con los criminales; el PRI que jamás emprendió un proceso de autocrítica y jamás se arrepintió de sus crímenes y sus mentiras; el PRI que, en estos seis años, bloqueó cualquier deseo de transformación.

Todos estos elementos deberían pesar a la hora de evaluar a los candidatos que se disputan la presidencia. Hoy por hoy, resulta intolerable escucharlos defender la fallida política de seguridad de Calderón, la supuesta tranquilidad previa al 2000 o lapresidencia legítima del 2006. Si aspiran a tener una mínima credibilidad, tendrían que distanciarse de una vez por todas de su pasado y confesar que ellos, sí, ellos, son corresponsables de este ciclo de desorden y muerte.

http://www.elboomeran.com/blog/12/jorge-volpi/

twitter: @jvolpi

[Publicado el 27/11/2011 a las 19:05]