Celia II
Un método eficaz para restar valor a los conceptos, así como a los términos que los designan, consiste en dividirlos en bueno y malo. Inventamos la envidia “de la buena” para darnos permiso de envidiar. Dice uno que su amor es “del bueno” para que quede claro que es cierto y constructivo, a diferencia de otros que ni amor son. Juran los rebasados por el tiempo que la música nueva es lo bastante mala para ya no ser música. Se ensalza, en suma, la legitimidad de lo propio para anular la validez de lo ajeno. Se recurre al escarnio, si es preciso, para que el adversario termine de entender esa verdad de Perogrullo según la cual una cosa es una cosa y otra cosa es otra. “¡Por favor!”, clama el dueño absoluto de la verdad, y acto seguido suelta la carcajada. Así que si uno insiste en ir en contra de sus dictados y certezas, tendrá que hacerlo en el insoportable papel de hazmerreír. “¡Por favor!” es entonces el eufemismo amable para el “¡No seas imbécil!” que en realidad se expresa.

Jugar o no jugar

Cuando la democracia sirve de cobijo y mascarada a sus acérrimos enemigos, de manera que las opciones en competencia son en esencia antidemocráticas, participar en ella parece un ejercicio de ingenuidad o cinismo. Se siente uno, en resumen, tan imbécil como cuando, de niño, jugaba con tramposos incurables y pretendía ganarles limpiamente. ¿Quién jugaría al futbol aceptando unas reglas disparejas que ceden al contrario una portería más pequeña, o un número mayor de jugadores? Pocos juegos parecen tan aberrantes y contraproducentes como una democracia con las reglas torcidas. Luego de setenta años de jugar en desventaja contra un sistema y unos individuos que jamás han sabido perder, causa vergüenza propia y ajena mirarse limitado por los mismos sujetos, más sus clones, resueltos a ser ellos, y nadie más, quienes dicten las reglas y las interpreten. “Así no juego”, dice uno en esos casos y se retira, cuando menos en nombre del amor propio.

Está visto que el juego democrático que se anuncia para el próximo mes no pasará de ser un vergonzoso despropósito. Educados en la cultura de la farsa, nuestros legisladores —posesivo sin duda bochornoso del que en principio preferiría excluirme— han pergeñado ya una serie de reglas aberrantes que los dejan a ellos y a los suyos por delante de todos, con el favor de un árbitro servil injertado en censor oficioso. Sólo ellos, como administradores del partidato en curso, tienen la atribución de ser votados. Si un ciudadano mexicano pretende ocupar cualquier puesto de elección, debe antes integrarse a una de esas burocracias repugnantes donde para subir es preciso doblarse ante los enemigos declarados de la democracia que juran representar. ¿Cómo evitar así la sensación de que al votar en estas condiciones está uno siendo cómplice de tamaños granujas? ¿Somos acaso idiotas, o es que lo parecemos? ¿Alguien conoce a algún imbécil “de los buenos”?

Xavier Velasco - Milenio Diario - 15/06/2009
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